martes, 19 de julio de 2011

EL FANTASMA OSCURO DEL RÍO



CUENTO CAMPESINO ECUATORIANO
Autores: George Perdomo y Antonio Vidas.


Dicen que en los años 50, llegó a Ecuador, un hombre de raza negra, de aproximadamente, 184cm de estatura, desgarbado, de edad desconcertante, natural de "Tumaco" ciudad del Departamento de Nariño, de la vecina Colombia, llamado Román Ortiz.
Según había hecho saber a sus vecinos, Dijo que: Navegó perezosamente aguas abajo a través del río que delimita, el Norte, entre Colombia y Ecuador.
Dejándose llevar por la corriente de las aguas en las vaciantes, y en las mareas se apeaba a un costado de la orilla del río, amarrando su embarcación en las gruesas raíces de los natos, guayacanes, laureles y pechiches, que crecen mirando las orillas.
Aprovechando el tiempo estacionario, del cambio de las corrientes del río, capturaba en los manglares: cangrejos, conchas, jaibas, camarones y lenguados.
Intercambiando sus capturas, al paso de su lento recorrido fluvial, con los finqueros apostados a lo largo del cauce del río, con: plátanos, yucas, arroz, huevos y frutas.
Era una rústica embarcación, construida con materiales de la zona: bambú, balsas y tablones de laurel, a pocos metros de la popa de la barcaza se situaba una especie de camarote cercado y techado todas sus partes con hojas de bijao.
El camarote servía a más de dormir en las noches, para salvarse del sol inclemente, de las torrenciales lluvias, y más que todo bloquear el paso de los molestosos mosquitos.
En el centro de la nave, había un cajón de madera, revestidos el fondo y los costados con gruesas capas de barro amarillo, tenía unas fuertes patas de 50cm de altura. (Era el fogón donde cocía los alimentos), las brazas siempre estaban encendidas, de aquella manera el humo que desprendía las leñas hacía las veces de repelente contra los mosquitos.
Todas las piezas de la esperpéntica nave se unían entre si con lianas de bejuco.
En el centro de la popa había colocado un amplio canalete que hacía de timón.
Desde esa posición Román Ortiz gobernaba su "transporte naviero".- De vez en cuando se ayudaba de una larga palanca, para empujarse de las orillas.
Después de varios días llegó al pueblo norteño, ecuatoriano, "Borbón".
Vendió en el primer aserrío que encontró los materiales que componían su barcaza: Los tablones, las balsas, los bambúes, todas sus capturas realizadas en su recorrido y hasta las hojas de bijao.
El dinero adquirido le facilitó el resto del viaje a su destino final.
Un caluroso día con las últimas arrugas de la tarde, se asentó en una pequeña “Quinta” bananera enclavada en los límites de “San Gregorio”, en la ribera del río Canuto.

Cierta tarde noche, andaba a tropiezos por la ruta que conduce desde la desembocadura del “río Sucio” hasta encontrarse con la desembocadura del “río Repartidero” lugar donde se encuentra situado el pequeño poblado “San Gregorio”.
El serpenteante camino lo veía hacerse humo tras su cachimba por la sinuosa ruta, aromadas por las plantaciones de cacao, naranjos, limoneros, guayabos y pastizales, el sendero sintió cómo el peso del rugoso cuerpo del negro Ortiz, se fue quejando en pequeños avances...

Las nieves del tiempo habían hecho mella en el cráneo del viajero, tiñendo su ensortijada cabellera, la humedad fría de la vejez se había calado entre los huesos.
De súbito, Román Ortiz, se enredó entre unos salientes raíces de un yarumo que sobresalían alegremente del abrupto camino, cayó de su propia estatura, el sonido de su descendimiento, casi encorvado, fue a rebotar entre las piedras.
-Ay! - se quejó el negro. Ya no eran los años mozos.
Hizo un rotundo esfuerzo por levantarse y alcanzar su ajada estatura, se puso trabajosamente en pie como si se tratase de un elefante desplomado y le chirriaron los huesos, y, para no ceder ni un centímetro de vergüenza, miró a su alrededor. Nadie. Sólo árboles, y un viento que lo había visto caer, se desplumaba en finas carcajadas a través del follaje.
Pero Román Ortiz arrugó el ceño. Pálidos y mudos estaban los pambiles, y guayabos, el silencio oscuro del negro los había inmovilizado. Más, la cachimba, humosa y desterrada de su boca, seguía colgada del suelo.
Es un suicidio ceder la columna -pensó al tiempo que el día se iba poniendo amoratado, casi como su piel, y las primeras sombras empañaban su visión a ras del suelo. Entonces, con una rama de limonero que sobresalía , la arrancó y la partió en dos para atraer con ella la cachimba, y con ella hizo los movimientos posibles sin éxito, cuando una presencia no tan lejana, se ensimismó, interponiendo su sombra entre su cuerpo y la cachimba.Era Tomás Caicedo.
El tiempo desde su lecho, claramente había visto al mulato salir de la hacienda “Esmeraldita”, luego de cumplir su jornada, bajo la fronda de su sombrero que tapaba el cielo, su machete al cinto y sobre la música engomada de sus botas, el ojo agachado de Román Ortiz, lo escuchó venir del fondo del camino.

Tomás Caicedo divisó a Román Ortiz en la interjección del poblado “La Colorada”, y cuando se acercó -Buenos días- dijo Caicedo- ¿le ayudo?-preguntó.
- Buenas noches- corrigió el viejo Ortiz que sólo le había notado los dientes a su paisano, cuando éste se agachó a recoger la pipa del viejo y mientras la observaba dijo con admiración - ya no las hacen cómo antes-.Se la puso en las manos y el viejo Ortiz le agradeció. -Que el buen Dios te pague muchacho- y el mulato Caicedo con una leve sonrisa le respondió.- voy pá las fiestas de San Gregorio- dijo Caicedo.
-Yo también - dijo el viejo Ortiz, ambos, echaron andar sus sombras agarrando los pliegos del camino.
Se hacia de noche, y el viejo Ortiz sacó de su alforja que llevaba atravesada al cuerpo, una linterna que encendió con torpeza, y de súbito entre las ramas que enmarañaban el camino, una lechuza encendió sus terroríficos ojos.
Arrojó hacía adelante la luz de la linterna para guiar sus pasos y los de su acompañante, cuando lo vio torcer al lado izquierdo de la ruta.-
No vayas por ahí, muchacho-le advirtió el viejo Ortiz, y el mulato Caicedo, que dijo conocer todos los atajos, intentó convencerle señalando a cincuenta metros el puente de caña que atraviesa el pequeño estero.
El viejo Ortiz no hizo más que agarrarse de su advertencia y el mulato Caicedo le siguió.
El sol ya había dejado de pestañear cuando la noche, sobre los dos viajeros, se hizo cada vez más espesa, todo silencio, árboles, pastizales y pájaros, fundidos en una muda meditación, en una sordera que parecía eterna, y la furtiva mirada de una tuerta estrella los miró, y le hacía un cómplice guiño a la romántica luna.
Al cabo de media hora, el viejo Ortiz dijo en voz baja a su compañero -Fue ahí donde le mataron-
-¿Quién?-preguntó el mulato Caicedo que había notado al viejo en el trayecto muy ensimismado y alerta a cualquier sonido extraño que saliera de los bordes del camino.
-A Bolívar Minda- respondió Ortiz con cierto miedo. El negro Román, lo recordaba con profundo respeto.
Según había oído contar, que en épocas de menguante, para el recuerdo malo, hubo un asaltante de caminos, incendiario de pueblos, cuentero, violador y asesino a sueldo.
Un ser desalmado y sin remordimientos, asolaba estos campos, asechaba a sus víctimas escondido entre los matorrales, con su inseparable filudo machete.
-El policía Domingo Chamorro, lo cazó durmiendo su borrachera y le vació encima toda la carga de su pistola. Dicen que estaba recostado en el tronco de aquel guayacan- dijo Ortiz, señalando con un gesto de la boca.
Yo, ya he oído algo de eso, dijo casi en susurro el mulato.
Pero, a su pesar, aún a sabiendas, no hacía más que descolgar la boca y los ojos ante la historia del viejo, se había puesto pálido y sudoroso cuando un machete imaginario que saliera desde los matorrales de su relato le zampara el coco de su cráneo, como un profundo lampo que hubiera hecho corte en dos a una montaña.
Se persignó el mulato Tomás, y a cien metros de aquella historia, el viejo Ortiz señaló el lugar donde lo habían cosido a balazos, y aún con vida, había sido arrastrado por los pies y metido en una canoa, transportado río abajo entre insultos y escupitajos, hasta llegar a Mocoral, donde fue envuelto en un viejo y deteriorado poncho de goma y sepultado en un orificio que abrió al borde del barranco de la empinada colina que sirve de cementerio a los lugareños.
No joda Don Pedro, ya los pelos del cuerpo se me han empesao a erizar, y he comensao a sentir las pisadas de un hombre grande y juerte, que camina detrás de nosotros
Así es muchacho,-Cuentan que en éste sector se escucha que respira quejumbroso su fantasma- dijo el viejo-
-Si- respondió Caicedo asintiendo dos veces con la cabeza, y su amoratado cutis de mulato, de pronto se había convertido en amarillo pálido- en el color del miedo.
La vieja cachimba del negro Ortiz, parecía desprender cada vez más espesa la nube de humo, que no se elevaba en espirales, sino que se regaba a lo largo y ancho del callado sendero.
De súbito el viento sopló y las sombras erizadas de los árboles y la entiesada cabellera de las hierbas despeinadas por ese aire de terror, puso alerta a los dos viajeros. Escucharon un estruendo bajo sus pies, como si se rajara la tierra al galope de un millón de furiosos caballos que hicieran tintinear la pradera.
Al negro Ortiz ya se le había caído otra vez la cachimba de sus labios y la linterna, cuando se percató que el mulato Caicedo había huido de su lado y lo notó por el brillo de luciérnaga de sus ojos y sus dientes que se alejaban; iba chapoteando matorral abajo del barranco.
-Espera muchacho, no vayas por ahí- le advirtió por segunda vez el viejo. Pero Caicedo siguió, cuando sus botas de gomas, de amarillo chillón sintieron de pronto en la oscuridad que habían tocado el piso delgado del vacío.
Pero él lo sabía, se le habían acabado los metros de tierra que hacen al barranco, e indudablemente, lo sostenía el aire,¡ Tomás Caicedo cayó!, dejando escapar un atronador grito desde su angustia.
Un silbido antes de caer, y un chapoteo como una cosa extraña que cayera al fondo de la trampa escuchó el negro Ortiz, que confuso pegaba la carrera en la misma dirección también por los matorrales, sin preocuparse de recoger la cachimba y la linterna.
-Auxilio!-gritaba desesperado el viejo pidiendo ayuda en su desconcierto, y huyendo con torpeza.
La casa más cercana y ya abandonada, quedaba a mucha distancia de donde se encontraban; ¡Sus gritos desesperados solo pudieron ser percibidos por la lechuza, que continuaba con las farolas de sus ojos encendidas, y unos pequeños animalitos nocturnos que huían confusos por el alboroto en busca de refugios.
Acto seguido, los ojos del negro Ortiz habían tropezado con algo entre las sombras, como una pared o muro de hueso de cartílago, cayó y tan pronto se levantó ayudado por el mismo miedo, notó que le salía un hilo de sangre por la boca .
¿Pero qué era con lo que había tropezado?.A Ortiz sólo le quedaba retroceder sin saber adónde, cuando aquel muro de cartílago se acercó más, y de pronto, el muro tomó forma desde unos omóplatos oscuros y una pechera amplia y luminosa que dejaba ver abultadas extremidades y una cabeza enorme que ladeaba en la punta del tronco.
Y cuando lo vio el negro Ortiz ya más cerca de la llama de sus ojos, la boca se le descolgó en un grito mudo al reconocer que era el fantasma descarnado de Bolívar Minda que ahora desenvainaba un largo machete de acero al paso que iba acercándose.
Pero el negro Ortiz emprendió una veloz carrera, sintió cómo el rugido del machete en el aire se le pegaba por las espaldas
-¡Auxilio, auxilio!- gritaba el viejo. Árboles ni lechuzas, ni tan siquiera el viento escucharon el desesperado grito de socorro.
Se aliaron en complicidad al fantasma vengador abandonando al viejo desvalido.
Román Ortiz, sintió cómo por encima de su cabeza el fantasma se le adelantaba, para luego detenerse en mitad de la senda.
El viejo Román cayó de rodillas, no pudo más, el corazón aceleraba cada vez con más intensidad, cada vez más rápido, llevó las manos al pecho, y , se desplomó.
Por el sector viajó una fuerte carcajada, ¿la carcajada del fantasma quizás?
Los pastizales señalaban con las mudas huellas, por donde los cuerpos de los desafortunados caminantes habían sido arrastrados, e increíblemente se trataba del trayecto que había seguido el cuerpo del difunto criminal cuando fue crucificado a balazos.
El fantasma se tiró al fondo del río y nadó unas yardas donde había caído el hombre más joven, que se desnucó al caer; se los llevó al fondo.
En los días siguientes formaron una comisión integrada por 10 personas, encabezados por el teniente de la policía que desplazó al lugar donde los caminantes fueron vistos por última vez.
Ni árboles, vientos, pájaros, ni, nada. Román Ortiz y Tomás Caicedo, nunca regresaron.
Decían testigos y familiares que estas personas no tenían enemigos conocidos.
Aunque Juan de Dios Chamorro presentía que algo no cuadraba en aquella desaparición.
Juan de Dios Chamorro, había heredado la misma profesión que su padre Domingo Chamorro, o sea, policía y sabía de primera mano las historias que contaban en el poblado, las había escuchado en más de cien ocasiones.
Era conocido que el delincuente Minda tenía un pacto con el Diablo, y el engendro del mal le ayudaba en sus fechorías y a escapar de la policía.
Cuentan que a pesar de haber recibido ráfagas de tiros a corta distancia, seguía respirando,¡ no podía morir! ¡No acababa de morir! El Diablo le mantenía con vida. Por eso le envolví en un poncho de goma y lo arrojé en la fosa, como si se tratase de un perro rabioso y sin amo. Sabía decir Domingo Chamorro.
Juan de Dios guardaba silencio, ya que profesaba profundo respeto y admiración hacia quien le había dado el ser.
Por esa razón Juan de Dios Chamorro cuando vio que las huellas de sangre llegaban al final del barranco, sintió que un extraño escalofrió escurría a través de la columna vertebral.
Buscó refugio en el centro del grupo, y mantuvo los ojos abiertos y atentos a todo.
De pronto.- todo se quedó en silencio, el viento dejó de soplar, y hasta el ruido natural del bosque quedó mudo, pareció que el tiempo se detenía angustiosamente.
Los hombres de la comitiva se miraban entre si sintiéndose acojonados.
¡Que está pasando carajo!.- Dijo el comisario, la voz, salió temblorosa, casi silbando.
No se jefe, dijo Carlos Márquez, pero señor, ¡esto está color de hormiga!
Entonces, les envolvió un aire denso, pesado, pegajoso y fétido.
No me gusta pá nada esto ¡carajo!.- Dijo un mulato de mediana edad, que era conocido como Troliche.
Juan de Dios Chamorro fue el primero que sintió retortijones del estomago, y, horrible sensación de vomito y diarrea.
Luego fueron los demás acompañantes incluido el comisario.
Hablaban gritando, como queriendo demostrar a si mismo que no estaban acobardados.
-Bueno- mierda, dijo el comisario, es suficiente, nos retiramos todos.
¡Que nadie se quede aquí por ningún motivo! luego puntualizó- ¡Es una orden carajo!.
Agárrense de las manos y caminen a las canoas dijo Juan de Dios Chamorro.
Así lo hicieron, y se embarcaron en las canoas.

Quintero, adelanta tu canoa y avisa al Doctor Remigio Saltos que una decena de hombres estamos con él enseguida. Dijo el comisario.
Pá qué donde el Doctorcito, si el no sirve pá curar esto. Dijo el mulato.
Donde doña Evangelina es que debemos ir, ella es la que sabe curar estas cosas.- Dijo el manaba Telmo.
Que no se hable más remen con fuerzas, y alejémonos de este lugar. Dijo Juan Chamorro adelantándose al comisario.
El comisario ratificó la orden con un afirmativo movimiento de cabeza.
Los hombres lo tenían claro, estaban seguros de que tanto la desaparición de Román Ortiz, Tomás Caicedo, y los malestares, estaban relacionados con el "fantasma del río".
Una vez en tierra se apresuraron a la casa de "Tía Eva".
Decían que Doña Evangelina España era la mejor curandera que ha existido.
La vivienda de "Tía Eva", fue prácticamente invadida por los quejumbrosos hombres.
Tía Eva dijo.- esto es cosa del maligno.
Se persinó varias veces, Después extrajo de un descolorido baúl que estaba escondido en una esquina, una enorme olla de barro.
Atizó el fogón con unas gruesas leñas, y colocó la olla, cargada hasta la mitad de agua.
Tiró dentro de ella, ramas de paico, yerbabuena, romero, espíritu santo, gallinazo, y otras hierbas curativas.
Ustedes sufren de espanto de agua, mal aire y posesión del mal. Dijo Tía Eva.
Apagó el extraño cocido, dejó reposar unos minutos, pasó por los cuerpos leves golpecitos en cruz, con aquellas plantas sobre las espaldas de los hombres,e iba recitando continuamente el credo de manera casi inaudible.
Los hombres sentían sensación extraña, dejando de sentir los malestares.
Deben quemar la ropa que llevan puesta.- dijo Tía Eva con autoridad, percibo a través de la tela una fuerte energía negativa. El mal también se ha impregnado en la ropa.
El comisario y chamorro encendieron las cerillas, uno a uno se despojaron de las vestimentas y las arrojaron al fuego.
El gran beneficiado fue el dueño de la tienda del pueblo, aquel día vendió todas las pantalonetas y camisetas que tenía.
El comisario se hizo cargo de pagar la cuenta, firmando un papel que había redactado el abarrotero.
El policía Juan de Dios Chamorro pidió el cambio a otro destacamento. Al más alejado de la zona, tenía terror a la venganza del difunto criminal.
Decían unas rezanderas que el alma del malvado vagará eternamente, porque formuló el pacto con el Diablo para no morir, por lo tanto su alma no encontrará acomodo en ningún lugar.
Don Martiniano, Presidente de la Junta pro mejora del poblado, reunió a los habitantes de la zona, e invitó a una gran "Minga" con el fin de abrir otro sendero, dejando que se pierda para siempre en abandono el camino maldito.

Dicen que en el camino olvidado, ni tan siquiera la hierba crece y en, “Semana Santa” se alcanza a escuchar las burlescas carcajadas, distinguiéndose en la espesura nocturna; la dentadura blanca, discontinua y disforme, de aquel fantasma negro.

sábado, 2 de julio de 2011

A LA MEMORIA DE : OLMEDO PERDOMO FRANCO





Desde aquel nefasto día
ya dos lustros han pasado,
en que amigos y familia
sin tu presencia quedamos.
Volcamos el pensamiento
rellenando la memoria
cavilando a ritmo lento
repasamos nuestra historia
y en el alma sentimos
una llama que ilumina
que va marcando el camino
allí por donde hemos ido.
Esa luz que fue tu estrella,
que llenó toda tu vida
de amor, solidaridad,
de servicio a los demás.
Que fue timón de tu lucha.
Caminamos por tu huella,
somos hierba en tu sendero,
perseguimos tu estela,
confesamos ante el eterno.
Que fuiste un hombre bueno,
y que tu ejemplo y consejos
dirigen desde aquel día
la ruta de nuestras vidas.
Gracias padre, ¡eres mi guía!.

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